MAMÁ ROSITA – Parte I

Rosa, Rosita, Rosa

Tenía los ojos verdes. Dos farolillos encendidos que hablaban en un roce de párpados.  Eran juguetones y dulces. Brillaban con la sabiduría de una vida hecha desde las márgenes.  Y así fue, en efecto, desde su nacimiento -en  un lluvioso octubre-  ocurrido en los albores del siglo XX,  en una tierra estéril y triste.   
Su madre Sara supo que estaba de parto cuando un torrencial se deslizó por sus piernas e inundó la casa. Entonces como pudo avisó a la partera de esos contornos para que le ayudase en la tarea fundamental y siempre sorprendente de traer un nuevo ser a un mundo para nada claro, sobre todo para Rosa cuyo camino estaría signado por ser una hija “natural”, una “bastarda”. La hija no reconocida de un terrateniente casado y con una prole magnífica que seguramente heredaría su fortuna. 

Rosa. Rosita. Rosa.

Sería siempre la hija de una mujer casquivana que no tuvo ningún remilgo en acostarse con su “patrón” a sabiendas de que tenía una mujer a la que había desposado en medio de una gran pompa y miles de flores encendidas.   La malvada Sara, su madre, jamás sintió el peso inmenso de los deseos de éste, ni sus manos hediondas, ni los acechos descarados en la cocina, ni las persecuciones por las labranzas de cacao cuando ella marchaba a su modesta casa después de un largo día que comenzaba a las 6 de la mañana y terminaba cuando el sol se ocultaba detrás de las crestas azuladas de las montañas. Sara jamás sintió el hormigueo de la violencia, de la desesperanza, de la vulnerabilidad, del hambre corriendo por sus tripas.
En una cultura patriarcal y pastoril, Sara era también una propiedad de su “patrón”. Por ello éste ejercía su “derecho” a seducirla y someterla; en su imaginario ella  era un objeto más que hacía parte de su colección de propiedades.  Sara era una vaca. Una yegua. Un bello animal de carga.
Así que el mundo para Rosa, Rosita, Rosa, fue oscuro desde que abrió los ojos. Creció en medio de las necesidades y con apenas 8 años ya debía hacer los trabajos de la casa y otros supuestamente destinados a los varones: recolectar leña, sembrar y limpiar las cosechas de yerbajos y malezas.
No tuvo esperanza, Rosa. Por ello, al final de la adolescencia repitió la historia de su madre. Una copia perfecta: misma situación aunque otro protagonista, misma relación desigual entre patrón-amo y sirvienta-esclava.  Y de esa situación de dominación que se prolongó por varios años, nacieron dos hijos, que tampoco obtuvieron el apellido del padre; cuestión que a la larga no hizo falta. ¿Para qué llevar a cuestas la  historia de un patán, un malnacido?
Después de un tiempo Rosa, Rosita, Rosa,  se dio cuenta que la vida era otra. Entonces conoció a un arriero de ojos azules que hacía largos  viajes por los Andes colombianos para transportar mercancía. Era propietario de una recua de mulas por tanto poseía una cierta riqueza en una época en que en el país no habían carreteras y el transporte hacia los lugares céntricos debía hacerse a través de viejos caminos reales de la conquista y la colonia y a través del río Magdalena.
Y durante una temporada Rosa fue feliz. Conoció la ternura de las manos y la posibilidad de soñar bajo las estrellas en los cálidos campos de San Juan.  Pero su hombre marchó de nuevo  en un trayecto  de ida y vuelta que tomaba tres meses y nunca regresó. Ella lo esperó paciente durante mucho tiempo hasta que un día le dijeron que se había despeñado por un abismo andino casi una década atrás.  Entonces miró a su hija de 9 años y vio en sus  ojos la transparencia del cielo en abril.

Rosa. Rosita. Rosa

Conoció el amor cuando ya había deshojado 40 calendarios y su esperanza no era más que un racimo de plátanos, un saco de yucas, una huerta elemental.  Y sus hijos. Levantados al filo de la precariedad y la ausencia. Por ello, cuando vio a Abelardo supo que era el inicio de todo. Y así fue, hasta que 30 años después éste murió en la selva, abrazado a su cintura. Desde entonces ella vivió largas temporadas  con su hija menor.  Y pudo ver cómo nacían nietos y nietas en otras condiciones, con padres  y madres solícitas que acunaban esperanzas pese a las vicisitudes cotidianas y las garras terribles de la necesidad.

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